Me cuentan que este verano una adolescente se acercó a un campo de trabajo cerca de su pueblo, en La Rioja, organizado por jóvenes de una parroquia de otra diócesis. Al participar de sus actividades, hubo un momento en el que compartieron un tiempo de oración, lo que constituyó para esta chica una sorprendente novedad, en concreto el descubrimiento de la oración del Padrenuestro. Que una joven desconozca el Padrenuestro nos puede resultar inverosímil en nuestra Rioja cargada de ricas tradiciones religiosas, pero es el indicio de que no podemos dar por supuesto que hasta lo más básico de nuestra fe es conocido y practicado.
El caso no termina ahí. Esta joven, impactada, al marcharse esa tarde de regreso al pueblo, mientras caminaba, fue memorizando las afirmaciones del Padrenuestro hasta que se lo aprendió. Se ilusionó con esta oración que pudo repetir después con los jóvenes a los que siguió visitando mientras duró el campo de trabajo. Fue el inicio del acercamiento a la parroquia de su pueblo.
Este acontecimiento me ha hecho recordar la experiencia de otra mujer, Tatiana Goricheva, que escribió un libro publicado hace años titulado: “Hablar de Dios resulta peligroso”, en el que cuenta la experiencia de su conversión al catolicismo, precisamente a través del Padrenuestro. Estas palabras, que repetía como un mantra mientras practicaba yoga, sin ninguna intención oracional puesto que se consideraba atea, como tantos contemporáneos suyos en Rusia, las podría haber sustituido por otras cualquiera, porque lo que se buscaba era un mero ejercicio de concentración que acompañara a la postura corporal. El resultado fue que el Padrenuestro terminó calando en ella y se vio de repente transformada por aquellas palabras que produjeron un cambio radical en su vida.
Y de una profesora rusa de Filosofía a un colega de profesión español, Manuel García Morente, catedrático de Ética y Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad Central de Madrid, quien con la descripción quirúrgica de un eminente filósofo explica el proceso que le sucede en París, durante el exilio al que se ve forzado, durante nuestra terrible Guerra Civil. Su experiencia espiritual la dejó escrita en unos folios guardados en un sobre con la inscripción: “El hecho extraordinario”. Así lo encontraron tras su muerte y con este título se publicaron tiempo después. Viudo y padre de familia, solicitó su ingreso en el Seminario de Madrid al terminar la guerra siendo ordenado sacerdote al año siguiente. Compaginó su tarea sacerdotal con la labor docente desde su cátedra universitaria, seguro que con otra perspectiva.
Lo que describe en este acontecimiento que le sucede en su estancia parisina merece ser leído. El engarce con nuestro relato es que la experiencia que le sobreviene lo invade por completo y en esta situación recurre al recuerdo de su oración de joven creyente, al Padrenuestro, rescatado a retazos, casi olvidado, tras muchos años de silencio de este diálogo con Dios.
Desde que los discípulos le pidieran a Jesús de Nazaret que les enseñara a rezar, como nos lo indican los evangelistas Lucas y Mateo, quedó cuajada esta oración que conocemos por sus primeras palabras, “Padre nuestro”, modelo de toda oración cristiana como nos dirá S. Agustín, porque contiene los elementos que cualquier oración debe incluir, sin los cuales no se daría tal oración.
Repetido, explicado y puesto en práctica en cada generación, el Padrenuestro guarda la esencia de los orígenes, y sale al paso de las exigencias del corazón del hombre, el anhelo de una felicidad definitiva que a pesar de ser truncada repetidamente no deja de desearla como una meta necesaria.
Deseo de bien, de esperanza, de fraternidad, de amor, de justicia, de perdón, de vida digna, de liberación del mal, de la ansiada paz. Todo esto y mucho más está incluido en el Padrenuestro, una súplica que sin recitarla atropelladamente y para el que la recuerda con soltura puede llevar 30 segundos (o los que uno quiera prolongar), con capacidad de transformar la vida como hemos visto en las personas que hemos mencionado.
Es lo que confiamos que ocurra en este mundo tremendamente enfrentado. Que cada vez sean más las personas afectadas por la suerte del prójimo, dispuestas a salir de sí mismas y apostar por esta noble causa. Un ejemplo lo tenemos en los misioneros, recordados recientemente en el día del Domund, hombres y mujeres al servicio de los demás, portadores del Padrenuestro.
Esta posibilidad está al alcance de todos con unos resultados que podrían sorprendernos. ¿Y si hacemos una colecta por la paz, y donamos cada uno 30 segundos? Que el tiempo recogido nos traiga este precioso don.