¡Adiós D. Eduardo! Y ¡bienvenido a casa, a tu casa, a nuestra casa!
Nuestra diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño, que te dio a luz, que te crió a sus pechos y que te vio partir de su regazo un día, hoy ve con emoción no contenida tu añorado regreso, contempla con asombro cómo vuelves de nuevo a guarecerte en lo entrañable de sus brazos maternos y a cobijarte al amparo celeste de sus alas.
Adiós, D. Eduardo. Has sido un hombre grande, grande desde lo humilde, que es la única manera de ser grande; un hombre extraordinario, que hiciste excepcional cada momento de tu acontecer diario. Que fuiste sabedor desde muy pronto que es en lo cotidiano donde se abren, florecen y maduran las flores y los frutos del amor infinito de Dios sembrado en nuestras vidas.
Y tú te abriste aquí, en tu hermoso pueblo de Baños de Río Tobía, en una familia que te nutrió de fe y de amor a Dios y al prójimo, te sumergió en las aguas bautismales, te anunció el Evangelio y en tu parroquia de san Pelayo Mártir te hizo comunión y eucaristía. Y floreciste aquí, ante la mirada maternal y amorosa de la Virgen de los Parrales, que te escogió como racimo suyo, te soleó en su ermita y te dio vocación de pastoreo sacerdotal al servicio del mundo y de la iglesia.
Y aquí fuiste creciendo y madurando, en su escuela, en sus calles, luego en nuestro seminario de Logroño, más tarde en las universidades pontificias (Gregoriana, Lateranense) de la Ciudad Eterna. Tu ciencia y tu bondad fueron granando, para sembrar después a manos llenas, a corazón espléndido el amor de Jesús, el Hijo de Dios Padre, tan sensible y cercano siempre al pobre, que nos creó y nos sigue recreando, amando hasta el extremo y sin medida.
Sacerdote y obispo y arzobispo, en tu lema de “Caritas et veritas”, nos mostrabas a todos, lo mismo en tu palabra que en tu vida, el lazo conyugal inseparable del amor más inmenso con la verdad más plena. Tu carácter sencillo, acogedor y afable casaba bien con tu preparación, tu competencia laboral, tu eficacia. Sabías aplicarte a lo esencial con toda diligencia, sin que ningún detalle o matiz quedara al margen de tu labor paciente y generosa, que sabías teñir de una sonrisa de leve humor riojano de noble y pura cepa.
Fuiste nuncio en Colombia. ¿Y qué anuncio mejor, que embajada más propia que la de ser heraldo del Señor resucitado, que pasó haciendo el bien y estableciendo lazos de comunión y de armonía, de paz y de justicia a toda prueba, cumpliendo la misión de darnos vida, la misma vida suya en abundancia?
Y luego cardenal y camarlengo. Y hubiste de tomar entre tus manos el timón de la nave de san Pedro durante aquellos memorables diecisiete días. Y no te tembló el pulso. Que llevabas a bordo al Cristo vivo, que, aunque parezca estar dormido a popa, está siempre velando por nosotros; que dejabas que el viento favorable del Espíritu te llevara en sus ondas, Él que es especialista en sortear escollos, dirigir las corrientes y convertir en dirección segura toda contrariedad, en ocasión propicia de crecimiento en la fe y en el amor toda tormenta.
Tus múltiples actividades en la Secretaría de Estado, en las diversas Prefecturas, tus viajes como Enviado Pontificio a los Congresos Eucarísticos y Marianos Nacionales e Internacionales, tu obligada asistencia a las Asambleas Especiales del Sínodo de los Obispos para África, América, Asia, Oceanía, Europa, tu presencia en la Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano…, no te impedían sacar tiempo para estar siempre al día en los asuntos de tu tierra y diócesis riojana, a la que no dejaste de amar nunca. ¡Cuántos riojanos fueron recibidos por ti, atendidos personal y cordialmente, sintiéndose, gracias a ti, en Roma como en su propia casa! ¿Qué riojano no se siente agradecido, orgulloso de ti, de tu persona?
El Gobierno de nuestra Comunidad Autónoma supo reconocer oficialmente tus méritos y servicios relevantes en favor de los intereses generales de La Rioja, concediéndote en 1993 La Medalla de La Rioja, su máximo galardón, que tú recibiste profundamente agradecido. Que era tu agradecer algo connatural a ti en todo momento, tanto más si se trataba de una muestra del cariño entrañable de tu tierra.
Tu querido pueblo de Baños esperaba tu llegada cada verano con visible alegría. Y era tu descanso preferido pasear por sus calles, postrarte ante la Virgen de Los Parrales en su ermita, confirmar en la fe a cuantos jóvenes se habían preparado en la parroquia para recibir el sacramento del Espíritu santo, recibir las innumerables visitas amigas, conversar con los hermanos sacerdotes que acudían a verte… Nada me extrañaría que a estas horas estés con Juan Antonio García del Solar, con Miguel González Garnica y tantos otros buenos amigos sacerdotes, a la orilla del río o junto al Pico de la Perdiz, comentando las cosas que pasan por el mundo y sobre todo por este íntimo mundo que hoy es Baños, absorto en tu amorosa despedida.
¡Adiós, D. Eduardo! Y ¡bienvenido a casa, a tu casa, a nuestra casa! Y ¡bienvenido al corazón del Padre, del que un día saliste sin alejarte nunca! Que el corazón de un hijo bueno y fiel lleva siempre su amor filial consigo, esté donde esté y vaya donde vaya. Ve al corazón del Padre a prepararnos sitio y acomodo, como hacías aquí. Que no se pierde allí la costumbre de amor aquí adquirida, el hábito feliz de hacer el bien. Que el cielo, si es misterio, es misterio de amor y de familia.
Descansa en paz e infórmale a san Pedro del paladar que tenemos los riojanos, para que nos reserve el mejor vino que, como en las bodas de Cana, nos deje a todos contentos y felices, saciados de la vid que es Jesucristo, a quien tu sacerdocio ha hecho palpable, visible entre nosotros.
Y encomienda a nuestra Madre y Patrona, la Virgen de Valvanera, ahora que la tienes más cerca que nunca, que mire nuestros ojos, que riegue nuestras almas, fecunde nuestra diócesis y convierta en oasis de amor y de esperanza, de paz y de justicia a nuestra amada Rioja.
Vicente Robredo García
Administrador Diocesano
Calahorra y La Calzada-Logroño