Queridos hermanos y hermanas:
Con esperanza nueva y ánimo ilusionante iniciamos juntos el Adviento. Un Adviento, que es camino y que es espera. Cada paso que damos, cada distancia andada es un acercamiento, una aproximación hacia el Señor, que siempre está viniendo, hacia el Señor que llega. Vamos a Él y Él viene hacia nosotros, porque está con nosotros y en nosotros, sembrándonos su amor a manos llenas.
Él siempre nos precede, que es el primero en ponerse en marcha. Desde el amor del Padre en el principio, desde el pesebre de Belén un día, desde el bautismo en el Jordán, ya adulto, recorrió los caminos galileos, pisó el polvo entrañable de Judea y pasó haciendo el bien por todas partes con su palabra amable y su mano extendida.
Y no dejó de hacerlo con su muerte. Tras su resurrección sigue viniendo, saliendo a nuestro encuentro. Emaús es un signo manifiesto de cómo sigue hablándonos, alentando desánimos, aclarándonos dudas, cubriendo desnudeces, acompañando estrechas soledades, ofreciéndose pan y vino eternos, alimento de vida a nuestras hambres y sedes más profundas.
Tiene aún tantas cosas que decirnos… En este mundo nuestro tan complejo y tan contradictorio, capaz de tanto amor sacrificado y de tanta violencia e injusticia; en este mundo nuestro, tan libre y tan esclavo, que tanto nos promete y decepciona, Jesús sigue viniendo, sigue hablándonos; y sigue proponiéndonos que seamos adviento, que lo transparentemos y anunciemos, y que lo compartamos con todos, sobre todo con los más desprotegidos, a los que nuestro mundo va arrojando fuera.
Él viene, siempre viene. Dejemos que su Espíritu se adentre y aliente en nuestras vidas. Con nuestras solas fuerzas no podemos ser luz y sal y gracia, nos vemos incapaces de entender, discernir, ir afrontando con fe y con valentía el cambio de época. Su presencia nos es tan necesaria como lo es el pan de cada día.
¡Vamos, vayamos juntos, hagamos el camino en comunión fraterna, sin olvidar a nadie, sin prescindir de nadie, por más que su manera de andar sea más torpe, más lenta, más pesada! Cada uno de nosotros tiene su propio ritmo. La edad, las circunstancias de la vida, el ánimo entusiasta o apagado nos empuja o detiene, nos acelera el paso o nos lo frena. Pero la senda se abre ante nosotros como un don amigable, una anticipación de la alegría más noble y más completa. Y se abre para todos, sin privilegio alguno. Que el don de Dios no exige sino un corazón presto a la acogida.
No caminamos solos. Somos comunidad, hijos del Padre que nos dio a luz, amó, nos dio una tierra que debemos cuidar y que nos cuida; tierra que arar con paz, sembrar con gozo compañero y fraterno; tierra, cuya cosecha, bien de todos, debe ser compartida con humana equidad, en armonía.
¡Vamos, vayamos juntos, haciendo que la historia progrese con nosotros, madure con nosotros, comulgue con nosotros hasta el día del banquete de bodas, cuando el Hijo de Dios se haga visible y haga visible el Reino, que, ya iniciado aquí, en Él culmina!
Y hemos de llegar todos. Habremos de esperar al que no puede con el sol, con el frío, con la fragilidad propia o ajena; hemos de recoger al que ha caído, sostener al más débil, proteger con cuidado al más enfermo, animar al vencido de antemano por su perplejidad o su ceguera.
El Espíritu Santo es el asombro del despertar primero, la provisión para aguantar erguidos la jornada; es la fuente a la orilla del camino, el árbol que da sombra y frescor a mediodía. ¿Quién como Él puede hacernos caminar sin desmayo, llegar sanos y salvos a la meta? Él inspira las nuevas soluciones a los problemas nuevos, nos prepara a llevar juntos las cruces que surgen cada día; ilumina lo bueno y noble y justo de todo ser humano, abraza lo distinto y reconvierte en oración la incertidumbre diaria.
María es el Adviento. ¡Cómo escucha y medita lo escuchado! ¡Cómo discierne y obra lo adecuado en cada circunstancia! ¡Cómo da a luz al Niño Dios, lo educa y nos lo entrega, hermano primogénito, Camino, Verdad, Vida de la vida!
Vicente Robredo García
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