EL LÍMITE QUE NOS SALVA.
Una prueba de un posible juego de mesa litúrgico podría ser la duración del tiempo de Navidad, su comienzo y su final. Otra, que en principio no debería resultar problemática, sería el significado de la Navidad. Esto, que parece tan evidente ya se lo preguntó hace años un director de cine en una de sus películas, quizá porque ya no era algo tan directamente identificado, de modo que uno de sus personajes se cuestionaba qué era eso de la Navidad, y procuraba adivinarlo analizando el fenómeno de las luces, adornos y elementos varios empleados estos días. ¿Por qué todo esto?
Si entramos en la dinámica de los niños, que de esto entienden mucho, y seguimos instalados en el porqué, vamos descubriendo el sentido de lo que festejamos. Nos encontramos, según el credo cristiano, con el acontecimiento por excelencia que divide la Historia, un misterio insondable por el que Dios, ilimitado, infinito, intangible, invisible, se muestra para nuestro asombro como limitado, finito, tangible, y visible, entre otras características, gracias a su nacimiento a través de una mujer, como todo ser humano.
Al hacerse uno de los nuestros, y asumir, por tanto, los límites que encierra nuestra condición humana, experimenta nuestro existir; su vida se convierte en el modelo de vivir la nuestra, donde el límite, en vez de considerarse una merma, puede ser la ocasión de un crecimiento insospechado.
Como en las películas, hemos empezado no precisamente por su orden cronológico, sino por el final de la historia, o mejor por casi el final de la historia. La cosa empezó antes, mucho antes, al principio de los tiempos, donde a nuestros primeros padres, sí, a Adán y a Eva, Dios les ofreció una vida colmada de bendiciones en un lugar que conocemos como el paraíso. Podían disfrutar de todo a su alrededor, pero con una condición, una sola, la de no comer de uno de aquellos árboles del jardín. Este era el límite. Y vivían contentos porque esta particularidad no les impedía aprovecharse en el mejor sentido de todo lo bueno que les ofrecía aquel estado de vida. Se sabían criaturas y entendían que había un Creador bueno que les proporcionaba todo lo que necesitaban. Pero en su libertad, reflejo del que les dio la vida, atendieron a otra voz que los engañó quebrando aquel compromiso de no traspasar la barrera que se les había indicado. Se fiaron más de la insistencia en la transgresión que de su propia experiencia que les hacía vivir en armonía. Conocemos la consecuencia, la pérdida del paraíso, y con ello, la realidad de la muerte.
Creo que en la experiencia de muchos podemos encontrar una situación parecida a la del relato del primer libro de la Biblia. Se dice, por una parte, que, si nos mantenemos en un determinado estilo de vida, imitación del que ha querido compartir su condición divina con nosotros, podemos experimentar la plenitud que proclama. Por otra, no dejamos de oír otras sugerencias que nos insisten en las bondades de la trasgresión de esos límites que supuestamente estrechan la vida, dejando de experimentar situaciones que nos enriquecerían, y que injustamente se tratan de ocultar. De nuevo la confianza y la libertad son reclamadas para aliarse con una de estas opciones y sabemos que el camino elegido puede conducir muy lejos, en un sentido u otro.
La Navidad, provocada por un plan de amor de Dios a la humanidad, nos habla de un límite que es el principio de la libertad verdadera, de la confianza máxima, que da sentido a todo lo que hacemos y nos mantiene en un estilo de vida satisfactorio que no envidia otras formas de entender la existencia muchas veces conducidas por cantos de sirena, las de aquellos que desecharon cualquier limitación.
Pero la salida del paraíso tiene viaje de vuelta, porque el Niño que ahora es envuelto con vendas en un pesebre es el que se encargará de abrir la puerta, que es también la del redil que, a pesar de sus límites, asegura la vida verdadera.
Quien se ha introducido en este misterio paradójico de la limitación de Dios que nos recuerda la bondad de nuestra limitada condición humana, entiende las manifestaciones de la alegría de estas fechas y el silencio gozoso ante la contemplación de lo sucedido por cada persona de este mundo. De ahí la expresión llena de agradecimiento, feliz Navidad.
Mons. Santos Montoya Torres
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño
Diario La Rioja, 6 de enero de 2025