«Gestis verbisque», Nota del Dicasterio para la Doctrina de la Fe sobre la validez de los sacramentos

El Dicasterio para la Doctrina de la Fe ha hecho pública este sábado 3 de febrero la Nota  «Gestis verbisque», sobre la validez de los sacramentos.

El Prefecto de este Dicasterio, el cardenal Víctor Manuel Fernández, explica en la presentación que este documento fue aprobado por unanimidad el 25 de enero de 2024 por los miembros del Dicasterio reunidos en Asamblea Plenaria y luego por el mismo Santo Padre Francisco.

GESTIS VERBISQUE

SOBRE LA VALIDEZ DE LOS SACRAMENTOS

Presentación

Ya con motivo de la Asamblea Plenaria del Dicasterio de enero de 2022, los Cardenales y Obispos Miembros habían expresado su preocupación por la multiplicación de situaciones en las que se veía obligado a constatar la invalidez de los Sacramentos celebrados. Los graves cambios realizados en la materia o en la forma de los Sacramentos, haciendo nula su celebración, habían llevado entonces a la necesidad de rastrear a las personas involucradas para repetir el rito del Bautismo o de la Cresión y un número importante de fieles expresaron con razón su malestar. Por ejemplo, en lugar de utilizar la fórmula establecida para el Bautismo, se han utilizado fórmulas como las siguientes: “Te bautizo en el nombre del Creador…” y “En nombre de papá y mamá… te bautizamos”. En una situación tan grave también se han encontrado sacerdotes. Estos últimos, habiendo sido bautizados con fórmulas de este tipo, han descubierto dolorosamente la invalidez de su ordenación y de los sacramentos hasta ese momento celebrados.

Mientras que en otros ámbitos de la acción pastoral de la Iglesia se dispone de un amplio espacio para la creatividad, tal inventiva en el ámbito de la celebración de los Sacramentos se transforma más bien en una “voluntad manipuladora” y, por lo tanto, no se puede invocar.[ 1] Modificar, por tanto, la forma de un Sacramento o su materia es siempre un acto gravemente ilícito y merece una pena ejemplar, precisamente porque tales gestos arbitrarios son capaces de producir un grave daño al Pueblo fiel de Dios.

En el discurso dirigido a nuestro Dicasterio, con motivo de la reciente Asamblea Plenaria, el 26 de enero de 2024, el Santo Padre recordó que “a través de los Sacramentos, los creyentes se vuelven capaces de profecía y testimonio. Y nuestro tiempo necesita con especial urgencia profetas de vida nueva y testigos de caridad: ¡amemos y hagamos amar la belleza y la fuerza salvadora de los Sacramentos!”. En este contexto, también indicó que “se requiere que los ministros tengan especial cuidado en administrarlos y en abrir a los fieles los tesoros de gracia que comunican”. 2]

Así es como, por un lado, el Santo Padre nos invita a actuar de tal manera que los fieles puedan acercarse fructíferamente a los Sacramentos, mientras que por otro lado subraya con fuerza la llamada a un “cuidado particular” en su administración.

Por lo tanto, se nos pide a los ministros la fuerza para superar la tentación de sentirnos dueños de la Iglesia. Debemos, por el contrario, volvernos muy receptivos ante un don que nos precede: no solo el don de la vida o de la gracia, sino también los tesoros de los Sacramentos que nos han sido confiados por la Madre Iglesia. ¡No son nuestros! Y los fieles tienen derecho, a su vez, a recibirlos tal y como dispone la Iglesia: es de esta manera que su celebración corresponde a la intención de Jesús y hace que el acontecimiento de la Pascua sea actual y eficaz.

Con nuestro respeto religioso de ministros hacia lo que la Iglesia ha establecido con respecto a la materia y la forma de cada Sacramento, manifestamos ante la comunidad la verdad de que “el Jefe de la Iglesia, y por lo tanto el verdadero presidente de la celebración, es solo Cristo”.[ 3]

Por lo tanto, la Nota que presentamos aquí no es una cuestión meramente técnica o incluso “rigorista”. Con su publicación, el Dicasterio pretende principalmente expresar brillantemente la prioridad de la acción de Dios y salvaguardar humildemente la unidad del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia en sus gestos más sagrados.

Que este Documento, aprobado por unanimidad el 25 de enero de 2024 por los Miembros del Dicasterio reunidos en la Asamblea Plenaria y luego por el propio Santo Padre Francisco, renueve en todos los ministros de la Iglesia la plena conciencia de lo que Cristo nos ha dicho: “No me habéis elegido a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16).

Víctor Manuel Card. FERNÁNDEZ

Prefecto

Introducción

  1. Con acontecimientos y palabras íntimamente conectados, Dios revela y ejecuta su plan de salvación para cada hombre y mujer, destinado a la comunión con él.[ 4] Esta relación salvífica se realiza de manera efectiva en la acción litúrgica, donde el anuncio de la salvación, que resuena en la Palabra proclamada, encuentra su aplicación en los gestos sacramentales. Estos, de hecho, hacen presente en la historia humana la acción salvadora de Dios, que tiene su clímax en la Pascua de Cristo. La fuerza redentora de esos gestos da continuidad a la historia de salvación que Dios va realizando con el tiempo.

Instituidos por Cristo, los sacramentos son, por tanto, acciones que implementan, por medio de signos sensibles, la experiencia viva del misterio de la salvación, haciendo posible la participación de los seres humanos en la vida divina. Son las “obras maestras de Dios” en la Nueva y eterna Alianza, fuerzas que salen del cuerpo de Cristo, acciones del Espíritu que opera en su cuerpo que es la Iglesia.[ 5]

Por eso la Iglesia en la Liturgia celebra con amor fiel y veneración los sacramentos que Cristo mismo le ha confiado para que los guarde como precioso legado y fuente de su vida y misión.

  1. Desafortunadamente, hay que señalar que no siempre la celebración litúrgica, en particular la de los Sacramentos, se lleva a cabo en plena fidelidad a los ritos prescritos por la Iglesia. Varias veces este Dicasterio ha intervenido para resolver la duda sobre la validez de los Sacramentos celebrados, en el marco del Rito Romano, en el incumplimiento de las normas litúrgicas, a veces teniendo que concluir con una dolorosa respuesta negativa, constatando, en esos casos, que los fieles han sido robados de lo que se les debe, “es decir, el misterio pascual celebrado en la modalidad ritual que establece la Iglesia”.[ 6] A modo de ejemplo, se podría hacer referencia a celebraciones bautismales en las que la fórmula sacramental ha sido modificada en un elemento esencial, haciendo nulo el sacramento y comprometiendo así el futuro camino sacramental de aquellos fieles para quienes, con grave malestar, se tuvo que proceder a repetir la celebración no solo del Bautismo, sino también de los sacramentos recibidos posteriormente.[ 7]
  2. En ciertas circunstancias se puede constatar la buena fe de algunos ministros que, inadvertidamente o impulsados por sinceras motivaciones pastorales, celebran los Sacramentos modificando las fórmulas y ritos esenciales establecidos por la Iglesia, quizás para hacerlos, en su opinión, más adecuados y comprensibles. Con frecuencia, sin embargo, “el recurso a la motivación pastoral enmascara, incluso sin saberlo, una deriva subjetiva y una voluntad manipuladora”.[ 8] De esta manera también se manifiesta una brecha formativa, sobre todo en cuanto a la conciencia del valor de la acción simbólica, rasgo esencial del acto litúrgico-sacramental.
  3. Para ayudar a los obispos en su tarea como promotores y custodios de la vida litúrgica de las Iglesias particulares que les confían, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe pretende ofrecer en esta Nota algunos elementos de carácter doctrinal para el discernimiento sobre la validez de la celebración de los Sacramentos, prestando atención también a algunas revueltas disciplinarias y pastorales.
  4. El propósito del presente documento, además, se aplica a la Iglesia Católica en su totalidad. Sin embargo, los argumentos teológicos que le inspiran recurren a veces a categorías propias de la tradición latina. Se confía, por tanto, al Sínodo o a la asamblea de Jerarcas de cada Iglesia oriental católica para adaptar debidamente las indicaciones de este documento, recurriendo a su propio lenguaje teológico, cuando difiera del utilizado en el texto. El resultado sea, por tanto, sometido, previamente a la publicación, a la aprobación del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.
  5. La Iglesia se recibe y se expresa en los Sacramentos
  6. El Concilio Vaticano II informa de forma análoga la noción de Sacramento a toda la Iglesia. En particular, cuando en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia afirma que “del costado de Cristo durmiente en la cruz ha surgido el admirable Sacramento de toda la Iglesia”,[9] se relaciona con la lectura tipológica, querida por los Padres, de la relación entre Cristo y Adán.[ 10] El texto conciliar evoca la conocida afirmación de San Agustín,[11] que explica: “Adán duerme para que se forme Eva; Cristo muere para que se forme la Iglesia. Del flanco de Adán dormido está formada Eva; del costado de Cristo muerto en la cruz, golpeado por la lanza, brotan los Sacramentos con los que se forma la Iglesia “.[ 12]
  7. La Constitución dogmática sobre la Iglesia reitera que esta última es “en Cristo como Sacramento, es decir, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de toda la humanidad”.[ 13] Y esto se realiza especialmente por medio de los Sacramentos, en cada uno de los cuales se realiza a su manera la naturaleza sacramental de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. La connotación de la Iglesia como sacramento universal de salvación, “muestra cómo la economía sacramental determina últimamente la forma en que Cristo, único Salvador, por medio del Espíritu alcanza nuestra existencia en la especificidad de sus circunstancias. La Iglesia se recibe y juntos se expresa en los siete Sacramentos, a través de los cuales la gracia de Dios influye concretamente en la existencia de los fieles para que toda la vida, redimida por Cristo, se convierta en culto agradable a Dios”.[ 14]
  8. Precisamente constituyendo la Iglesia como su Cuerpo místico, Cristo hace que los creyentes participen de su propia vida, uniéndolos a su muerte y resurrección de una manera real y arcana a través de los Sacramentos.[ 15] De hecho, la fuerza santificadora del Espíritu Santo actúa en los fieles a través de los signos sacramentales,[16] convirtiéndolos en piedras vivas de un edificio espiritual, fundado en la piedra angular que es Cristo Señor,[17] y constituyéndolos como pueblo sacerdotal, participante del único sacerdocio de Cristo.[ 18]
  9. Los siete gestos vitales, que el Concilio de Trento ha declarado solemnemente de institución divina,[19] constituyen así un lugar privilegiado del encuentro con Cristo Señor que da su gracia y que, con las palabras y actos rituales de la Iglesia, nutre y reforza la fe.[ 20] Es en la Eucaristía y en todos los demás Sacramentos que “se nos garantiza la oportunidad de encontrarnos con el Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua”.[ 21]
  10. Consciente de ello, la Iglesia, desde sus orígenes, ha tenido especial cuidado en las fuentes de las que saca la sangre vital para su existencia y su testimonio: la Palabra de Dios, atestiguada por las Sagradas Escrituras y la Tradición, y los Sacramentos, celebrados en la liturgia, por los cuales se remonta continuamente al misterio de la Pascua de Cristo.[ 22]

Las intervenciones del Magisterio en materia sacramental siempre han sido motivadas por la preocupación fundamental de lealtad al misterio celebrado. La Iglesia, de hecho, tiene el deber de asegurar la prioridad de la acción de Dios y de salvaguardar la unidad del Cuerpo de Cristo en aquellas acciones que no tienen igual porque son sagradas “por excelencia” con una eficacia garantizada por la acción sacerdotal de Cristo.[ 23]

 

  1. La Iglesia custodia y está custodiada por los Sacramentos
  2. La Iglesia es “ministra” de los Sacramentos, no es dueña de ellos.[ 24] Celebrándolos, ella misma recibe la gracia, los custodia y a su vez es custodiada de ellos. La potestas que puede ejercer en referencia a los Sacramentos es análoga a la que posee con respecto a la Sagrada Escritura. En esta última, la Iglesia reconoce la Palabra de Dios, puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, estableciendo el canon de los libros sagrados. Al mismo tiempo, sin embargo, se somete a esta Palabra, que “escucha piadamente, custodia santamente y expone fielmente”.[ 25] De manera similar, la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, reconoce aquellos signos sagrados por los cuales Cristo otorga la gracia que emana de la Pascua, determinando su número e indicando, para cada uno de ellos, los elementos esenciales.

Al hacerlo, la Iglesia es consciente de que administrar la gracia de Dios no significa apropiarse de ella, sino hacerse instrumento del Espíritu para transmitir el don del Cristo pascual. Sabe, en particular, que su potestas en orden a los Sacramentos se detiene ante su sustancia.[ 26] Al igual que en la predicación la Iglesia debe anunciar siempre fielmente el Evangelio de Cristo muerto y resucitado, así en los gestos sacramentales debe guardar los gestos salvadores que Jesús le ha confiado.

  1. Es cierto que no siempre de forma única la Iglesia ha indicado los gestos y las palabras en las que consiste esta sustancia divinitus instituta. Para todos los Sacramentos, en cualquier caso, parecen fundamentales aquellos elementos que el Magisterio eclesial, escuchando el sensus fidei del pueblo de Dios y en diálogo con la teología, ha denominado materia y forma, a los que se suma la intención del ministro.
  2. La materia del Sacramento consiste en la acción humana a través de la cual actúa Cristo. En ella a veces hay un elemento material (agua, pan, vino, aceite), otras veces un gesto especialmente elocuente (signo de la cruz, imposición de las manos, inmersión, infusión, consenso, unción). Tal corporeidad parece indispensable porque enraiza el Sacramento no sólo en la historia humana, sino también, más fundamentalmente, en el orden simbólico de la Creación y lo lleva de vuelta al misterio de la encarnación del Verbo y de la Redención operada por Él.[ 27]
  3. La forma del Sacramento está constituida por la palabra, que confiere un significado trascendente a la materia, transfigurando el significado ordinario del elemento material y el sentido puramente humano de la acción realizada. Esta palabra siempre se inspira en diversa medida en la Sagrada Escritura,[28] tiene sus raíces en la Tradición eclesial viviente y ha sido autorizadamente definida por el Magisterio de la Iglesia mediante un cuidadoso discernimiento.[ 29]
  4. La materia y la forma, por su arraigo en la Escritura y la Tradición, nunca han dependido ni pueden depender de la voluntad del individuo o de la comunidad individual. En su sentido, de hecho, la tarea de la Iglesia no es determinarlos a voluntad o albedrío de alguien, sino, salvaguardando la sustancia de los Sacramentos (salva illorum substantia)”,[30] indicarlos con autoridad, en la docilidad a la acción del Espíritu.

Para algunos Sacramentos, la materia y la forma aparecen sustancialmente definidas desde los orígenes, por lo que resulta inmediata su fundación por parte de Cristo; para otros, la definición de los elementos esenciales solo se ha precisado en el transcurso de una historia compleja, a veces no sin una evolución relevante.

  1. Al respecto no se puede ignorar que cuando la Iglesia interviene en la determinación de los elementos constitutivos del Sacramento, actúa siempre arraigada en la Tradición, para expresar mejor la gracia conferida por el Sacramento.

Es en este contexto que la reforma litúrgica de los Sacramentos, ocurrida según los principios del Concilio Vaticano II, pedía revisar los ritos para que expresaran más claramente las realidades santas que significan y producen.[ 31] La Iglesia, con su magisterio en materia sacramental, ejerce su potestas en el surco de esa Tradición viva “que viene de los Apóstoles y progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo”.[ 32]

Reconociendo, por tanto, bajo la acción del Espíritu, el carácter sacramental de algunos ritos, la Iglesia los ha considerado correspondientes a la intención de Jesús de hacer actual y participable el acontecimiento pascual.[ 33]

  1. Para todos los Sacramentos, en cualquier caso, la observancia de la materia y la forma siempre ha sido requerida para la validez de la celebración, con el conocimiento de que las modificaciones arbitrarias a una y / o a la otra -cuya gravedad y fuerza incapacitante deben ser atentadas de vez en cuando- ponen en peligro la concesión efectiva de la gracia sacramental, con evidente daño de los fieles.[ 34] Tanto la materia como la forma, compendiadas por el Código de Derecho Canónico,[35] se establecen en los libros litúrgicos promulgados por la autoridad competente, que por lo tanto deben observarse fielmente, sin “añadir, quitar o cambiar nada”.[ 36]
  2. Relacionada con la materia y la forma es la intención del ministro que celebra el Sacramento. Está claro que aquí el tema de la intención debe distinguirse bien del de la fe personal y la condición moral del ministro que no afectan a la validez del don de gracia.[ 37] Él, de hecho, debe tener la “intención de hacer al menos lo que hace la Iglesia”,[38] haciendo de la acción sacramental un acto verdaderamente humano, sustraído de todo automatismo, y un acto plenamente eclesial, restraído de la arbitrariedad de un individuo. Además, como lo que hace la Iglesia no es más que lo que Cristo instituyó,[39] también la intención, junto con la materia y la forma, contribuye a hacer de la acción sacramental la prolongación de la obra salvadora del Señor.

La materia, la forma y la intención están intrínsecamente unidas entre sí: se integran en la acción sacramental de tal manera que la intención se convierta en el principio unificador de la materia y la forma, convirtiéndolas en un signo sagrado por el cual se confiere la gracia ex obras operadas.[ 40]

  1. A diferencia de la materia y la forma, que representan el elemento sensible y objetivo del Sacramento, la intención del ministro –junto con la disposición del receptor– representa su elemento interior y subjetivo. Sin embargo, tiende por su naturaleza a manifestarse también externamente a través de la observancia del rito establecido por la Iglesia, de modo que la grave modificación de los elementos esenciales introduce también la duda sobre la verdadera intención del ministro, invalidando la validez del Sacramento celebrado.[ 41] En principio, de hecho, la intención de hacer lo que hace la Iglesia se expresa en el uso de la materia y la forma que la Iglesia ha establecido.[ 42]
  2. La materia, la forma y la intención siempre se insertan en el contexto de la celebración litúrgica, que no constituye un ornatus ceremonial de los Sacramentos ni siquiera una introducción didical a la realidad que se realiza, pero es en su conjunto el evento en el que continúa realizándose el encuentro personal y comunitario entre Dios y nosotros, en Cristo y en el Espíritu Santo, encuentro en el que, a través de la mediación de signos sensibles, “se hace a Dios una gloria perfecta y los hombres son santificados”.[ 43]

La solicitud necesaria para los elementos esenciales de los Sacramentos, de los cuales depende su validez, debe, por tanto, estar de acuerdo con el cuidado y el respeto de toda la celebración, en la que el significado y los efectos de los Sacramentos se hacen plenamente inteligibles por una multiplicidad de gestos y palabras, favoreciendo así la actuosa participatio de los fieles.[ 44]

  1. La misma liturgia permite esa variedad que preserva a la Iglesia de la “rigida uniformidad”.[ 45] Por esta razón, el Concilio Vaticano II ha establecido que, “salvo la unidad sustancial del rito romano, también en la revisión de los libros litúrgicos se da paso a las legítimas diversidades y a las adaptaciones legítimas a los diversos grupos étnicos, regiones, pueblos, especialmente en las misiones”.[ 46]

En virtud de esto, la reforma litúrgica deseada por el Concilio Vaticano II no solo autorizó a las Conferencias Episcopales a introducir adaptaciones generales a la editio typica latina, sino que también preveo la posibilidad de adaptaciones particulares por parte del ministro de la celebración, con el único propósito de satisfacer las necesidades pastorales y espirituales de los fieles.

  1. Sin embargo, para que la variedad “no perjudique a la unidad, sino más bien a la sierva”,[47] queda claro que, fuera de los casos expresamente indicados en los libros litúrgicos, “regular la sagrada Liturgia corresponde únicamente a la autoridad de la Iglesia”,[48] que reside, según las circunstancias, en el Obispo, en la asamblea episcopal territorial, en la Sede Apostólica.

Está claro, de hecho, que “modificar por iniciativa propia la forma celebrativa de un Sacramento no constituye un simple abuso litúrgico, como transgresión de una norma positiva, sino un vulnus inferido a una vez a la comunión eclesial y a la reconocibilidad de la acción de Cristo, que en los casos más graves invalida el propio Sacramento, porque la naturaleza de la acción ministerial exige transmitir con fidelidad lo que se ha recibido (cf. 1Cor 15,3)».[ 49]

 

III. La presidencia litúrgica y el arte de celebrar

  1. El Concilio Vaticano II y el Magisterio post-conciliar permiten enmarcar el ministerio de la presidencia litúrgica en su correcto significado teológico. El Obispo y los presbíteros sus colaboradores presiden las celebraciones litúrgicas, de manera culminante la Eucaristía, “fuente y culminación de toda la vida cristiana”,[50] en persona Christi (Capitis) y nomine Ecclesiae. En ambos casos, se trata de fórmulas que -aunque con algunas variantes- están bien atestiguadas por la Tradición.[ 51]
  2. La fórmula en persona Christi[52] significa que el sacerdote vuelve a presentar a Cristo mismo en el evento de la celebración. Esto se realiza de manera culminante cuando, en la consagración eucarística, pronuncia las palabras del Señor con la misma eficacia, identificando, en virtud del Espíritu Santo, su yo con el de Cristo. Luego, cuando el Concilio precisa que los presbíteros presiden la Eucaristía in persona Christi Capitis,[53] no pretende respaldar una concepción de que el ministro tendría, como “jefe”, un poder a ejercer arbitrariamente. El Jefe de la Iglesia, y por lo tanto el verdadero presidente de la celebración, es sólo Cristo. Él es “el Jefe del Cuerpo, es decir, de la Iglesia” (Col 1,18), ya que la hace brotar de su costado, la nutre y la cuida amándola hasta que se da a sí mismo por ella (cf. Ef 5, 25.29; Gv 10, 11). La potestas del ministro es una diaconía, como Cristo mismo enseña a los discípulos en el contexto de la Última Cena (cf. Lc 22, 25-27; Gv 13, 1-20). Aquellos que en virtud de la gracia sacramental, son configurados a Él, participando de la autoridad con la que Él guía y santifica a su pueblo, son por lo tanto llamados, en la Liturgia y en todo el ministerio pastoral, a cumplir con la misma lógica, habiendo sido constituidos pastores no para dominar sobre el rebaño sino para servirle en el modelo de Cristo, Pastor bueno de las ovejas (cf. 1Pt 5, 3; Gv 10, 11.14).[ 54]
  3. Al mismo tiempo, el ministro que preside la celebración actúa nomine Ecclesiae,[55] fórmula que aclara que él, mientras vuelve a presentar a Cristo Jefe frente a su Cuerpo que es la Iglesia, también hace presente ante su Jefe este Cuerpo, de hecho esta Novia, como sujeto integral de la celebración, Pueblo todo sacerdotal en cuyo nombre el ministro habla y actúa.[ 56] Además, si es cierto que “cuando uno bautiza es Cristo mismo el que bautiza”,[57] también lo es el hecho de que “la Iglesia, cuando celebra un Sacramento, actúa como Cuerpo que opera inseparablemente de su Jefe, ya que es Cristo-Jefe que actúa en el Cuerpo eclesial por Él generado en el misterio de la Pascua”.[ 58] Esto pone de manifiesto la ordenación mutua entre el sacerdocio bautismal y el ministerial,[59] permitiendo comprender que el segundo existe al servicio del primero, y precisamente por eso -como se ha visto- en el ministro que celebra los Sacramentos nunca puede faltar la intención de hacer lo que hace la Iglesia.
  4. La doble y combinada función expresada por las fórmulas en persona Christi – nomine Ecclesiae, y la mutua fecunda relación entre el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial, unida a la conciencia de que los elementos esenciales para la validez de los Sacramentos deben considerarse en su propio contexto, es decir, la acción litúrgica, harán que el ministro sea cada vez más consciente de que “las acciones litúrgicas no son acciones privadas sino celebraciones de la Iglesia”, acciones que, a pesar de la “diversidad de estados, oficinas y participación activa”, “pertenecen a todo el Cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican”. 60] Precisamente por eso, el ministro entiende que el auténtico ars celebrandi es el que respeta y exalta la primacía de Cristo y la actuosa participatio de toda la asamblea litúrgica, incluso a través de una humilde obediencia a las normas litúrgicas.[ 61]
  5. Parece cada vez más urgente madurar un arte de celebrar que, manteniéndose a distancia tanto de un rígido rubricismo como de una fantasía desregulada, conduce a una disciplina a respetar, precisamente para ser auténticos discípulos: «No se trata de tener que seguir una etiqueta litúrgica: se trata más bien de una “disciplina” -en el sentido utilizado por Guardini- que, si se observa con autenticidad, nos forma: son gestos y palabras que ponen orden dentro de nuestro mundo interior haciéndonos vivir sentimientos, actitudes, comportamientos. No son la enunciación de un ideal al que intentar inspirarnos, sino que son una acción que involucra al cuerpo en su totalidad, es decir, en su ser unidad de alma y cuerpo”.[ 62]

Conclusión

  1. “Nosotros […] tenemos este tesoro en vasos de arce, para que aparezca que este extraordinario poder pertenece a Dios, y no viene de nosotros” (2Cor 4, 7). La antítesis utilizada por el Apóstol para subrayar cómo la sublimidad del poder de Dios se revela a través de la debilidad de su ministerio de anunciador también describe bien lo que sucede en los Sacramentos. Toda la Iglesia está llamada a custodiar la riqueza contenida en ellos, para que nunca se empañe la primacía de la acción salvadora de Dios en la historia, a pesar de la frágil mediación de signos y gestos propios de la naturaleza humana.
  2. La virtus que opera en los Sacramentos moldea el rostro de la Iglesia, permitiéndola transmitir el don de salvación que Cristo muerto y resucitado, en su Espíritu, quiere participar en todo hombre. En la Iglesia, a sus ministros en particular, se le confía este gran tesoro, porque como “siervos atentos” del pueblo de Dios lo alimentan con la abundancia de la Palabra y lo santifican con la gracia de los Sacramentos. Depende de ellos primero asegurarse de que “la belleza de la celebración cristiana” se mantenga viva y no sea “desfigurada por una comprensión superficial y reductora de su valor o, peor aún, por su explotación al servicio de alguna visión ideológica, sea cual sea”.[ 63]

Sólo así la Iglesia puede, día a día, “crecer en el conocimiento del misterio de Cristo, sumergiendo la […] vida en el misterio de su Pascua, esperando su regreso”.[ 64]

El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia concedida al abajo firmante Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe el día 31 de enero de 2024, aprobó la presente Nota, decidida en la Sesión Plenaria de este Dicasterio, y ordenó su publicación.

Dado en Roma, en la sede del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el 2 de febrero de 2024, en la fiesta de la Presentación del Señor.

Víctor Manuel Card. Fernández

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