Hace unas temporadas el Club Atlético de Madrid escogió como lema: “Nunca dejes de creer”, una expresión sugerente, esperanzadora, que rebasaba el ámbito futbolístico y podría perfectamente aplicarse a otros contextos muy distintos. En esta misma idea del creer, empleando otros términos, se ha basado recientemente una marca de coches para hacer su publicidad, dirigiendo una pregunta al telespectador: “¿En qué crees?”, a lo que el mismo anuncio responde proponiendo algunos ejemplos de posibles realidades en las que poner la confianza.
Esta podría ser una buena pregunta para hacernos y dejar que su respuesta nos sorprenda. Como todo lo importante, requiere de su tiempo y una cierta quietud para dejar al descubierto los diversos aspectos de la vida. Sin embargo, ahondar en uno mismo es una buena inversión, y sus consecuencias pueden ser muy beneficiosas.
Si nos animamos a dedicar un espacio a esta tarea, podemos pertrecharnos de papel y boli, o similar electrónico, y tratar de enumerar, en un primer ejercicio, aquello en lo que creemos, lo que verdaderamente apreciamos, lo que entendemos que debe ser. Salvando las distancias, sería como emular la fórmula del “Credo” de los católicos recitada cada domingo como signo de comunión y recordatorio del contenido de la fe que contrasta la vida. Llegar a establecer un credo personal y verse reflejado en él, sería un fruto beneficioso para uno mismo y para los demás.
A continuación podríamos comprobar, en un alarde de sinceridad, a través de un segundo ejercicio, si nuestra vida refleja esas supuestas creencias que tenemos y valorar si nos ayudan a vivir más auténticamente, o son un mero repertorio de buenas intenciones que poco tienen que ver con lo que nos encontramos llevando a la práctica de forma habitual y, por tanto, la ocasión de tomar la decisión humilde de rectificar.
El termómetro lo encontramos entonces en lo que terminamos haciendo, cuyo eco se encargará de animarnos a seguir el camino emprendido o nos indicará de forma testaruda que la trayectoria vital se encuentra en otra dirección. Dicen que el polifacético filósofo Nietzsche, a diferencia de otros, se creyó su propia filosofía, y quiso ponerla en práctica, lo que le condujo, a pesar de su genialidad, a la locura. La historia sabe que esta locura está detrás de muchos desastres contemporáneos nuestros, y, sin embargo, su pensamiento se sigue extendiendo hoy con todos los efectos que se dejan notar en la sociedad, mientras que los que lo promueven viven de otra manera.
Los cristianos, que participamos del polvo del camino como los demás, somos invitados a pararnos de vez en cuando para considerar si nuestra vida refleja el credo que profesamos, o si se aleja de él, con el firme propósito de sacudirnos lo que impide el crecimiento propio y el ajeno y volver a situarnos en la postura que propone la fe.
Es lo que conocemos como Cuaresma, un tiempo diseñado para la restauración de la persona para que llegue a experimentar su verdadera vocación: la libertad, que ha sido ganada por el misterio que celebraremos en la Semana Santa.
Como hemos indicado más arriba, este ejercicio de pararse a considerar la propia vida es una propuesta universal, cada uno con su propia motivación. La experiencia creyente que recomienda estos espacios de desierto puede ser un estímulo para reconocer lo verdaderamente importante de la vida, y dejar caer lo accesorio, lo intrascendente, donde quizá estamos demasiado situados.
Es verdad que todo ejercicio lleva consigo una ascesis, que la empleamos cada uno en aquello que entendemos que nos ayuda a conseguir una meta más alta, y que, por tanto, nos gratifica de alguna manera.
Feliz tiempo de reflexión si nos ayuda a desvelar de alguna manera el misterio que se encierra en nosotros, imagen del Misterio que se deja creer.