Es triste constatar la facilidad con la que caemos en la tentación de la indiferencia, la impasibilidad o la apatía ante los grandes problemas que acucian y aquejan a la comunidad de personas que llamamos humanidad.
Indiferencia que no es inocua ni imparcial ni ajena a lo que ocurre. Ningún ser humano puede en conciencia lavarse las manos cuando millones de personas viven condenadas a una existencia precaria y difícilmente soportable. Nuestra indiferencia es una causa más del mal, de la injusticia, de la inequidad, de la pobreza en el mundo. Porque no solo no auxilia a los que sufren, no solo los condena al olvido, sino que contribuye a perpetuar la situación de extrema pobreza, de vulnerabilidad, de marginación; los condena a seguir siendo víctimas del hambre, de la miseria, de la muerte.
¡Qué triste que las personas no nos sepamos hermanas o, si lo sabemos, no nos comportemos como tales! ¿No es Dios el Padre de toda criatura? ¿No quiere, como Padre que es, que todos y cada uno de sus hijos e hijas seamos felices? ¿Y cómo vamos a serlo cuando tantos hermanos y hermanas nuestros padecen necesidad extrema, mientras otros siguen acumulando o dilapidando tantos bienes?
La pobreza no es fruto del azar o del destino, sino de la irracionalidad y el egoísmo de quienes, poseyendo en abundancia bienes y medios para producirlos, no son capaces de compartir su capacidad y su riqueza con quien carece de ellas. Y de esta responsabilidad no estamos nadie exentos. Somos corresponsables; en diferente medida, pero corresponsables.
Porque una sociedad que no esté atenta a todos los que sufren, atención que implica mirada limpia y cuidados entrañables, no puede llamarse comunidad; todo lo más un club de individualidades. Una comunidad que no contempla como fin principal sino el beneficio económico, sin tener en cuenta el destino universal de los bienes, no es una comunidad sino un haz de intereses particulares.
Somos expertos en estadísticas, y es provechoso hacerlas, si se hacen con honestidad. Pero como dice el Papa Francisco “a los pobres se les abraza, no se les cuenta”. Y el mejor de los abrazos es ponernos de acuerdo en acabar con las causas que generan la pobreza y en crear condiciones que propicien una vida digna para todos.
Según datos de Naciones Unidas, “el hambre podría alcanzar a más de mil millones de personas en los próximos años.” Pero ahora mismo hay millones que están padeciendo hambre, sed, falta de asistencia médica, de escolarización, de vivienda, de trabajo digno… Como afirma el Papa Francisco: “Los pobres no pueden esperar. Su calamitosa situación no lo permite.”
Manos Unidas viene a mover y remover nuestras conciencias, a lavar nuestros ojos para ver con lucidez la realidad tan desigual que nos rodea; a sacudir de nuestras almas la indolencia con la que nos va impregnando la costumbre, y a poner nuestros corazones en marcha, de cara a la tarea de hacer del mundo esa casa común, esa familia, con la que Dios soñó y en la que a nadie falte salud, patria, trabajo, pan, vivienda, educación completa, igualdad de oportunidades; en definitiva, la garantía de esa vida digna que todo ser humano, por el hecho de serlo, se merece.
En medio de los rigores del invierno, y el no menor rigor de la pandemia, Manos Unidas viene a sensibilizarnos y a informarnos, a apoyar proyectos de desarrollo cuyo objetivo es “lograr condiciones de vida dignas para todos las personas, sin distinción de raza, sexo o religión”. Proyectos, en los que “es imprescindible la participación de los grupos de personas destinatarias, para que sean ellas las que construyan su propio futuro.”
¿Nos desentenderemos del problema? ¿Nos hemos acostumbrado tanto a las desgracias que nos parecen inevitables compañeras habituales?
La escucha veraz de la Palabra de Dios, la oración sincera y solidaria, el discernimiento sereno del Espíritu nos recuperaría para la causa del amor más real, de la fraternidad concreta, de la paz y la justicia inexcusables.
El Jesús que se sembró Palabra viva, que pasó derramándose en bondades, que se hizo Pan de todos, Pan de Vida, y se dejó comer, beber hasta la última gota de su sangre, es el mismo que dijo: “cuanto hicisteis a uno de estos, mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis… Y cuanto dejasteis de hacer a uno de estos más pequeños a mí me lo dejasteis de hacer.”. (Mt 25,31-46).
¿No es responsablemente hermoso saber que cada uno de nosotros tiene ocasión de adelantar el día, en que en torno a una mesa podamos alzar juntos nuestras Manos Unidas, brindando por la paz y la justicia con un cántico unánime?
Vicente Robredo
Administrador Diocesano
Calahorra y La Calzada-Logroño