Con el Niño en sus brazos. Es así como está más contenta: con el Niño en sus brazos.
Después de aquel anuncio primoroso del ángel, de aquel bendito susto, que la sumió en un ámbito celeste; después de aquellos meses de embarazo, de su visita y sus cuidados a su prima Isabel; después del nacimiento de su hijo, es imposible ver a nuestra madre sin su Niño en los brazos.
Los brazos de una madre, como todo su ser, están hechos para eso, para arropar al hijo de su entraña, estrecharlo, cubrirlo de caricias, mimarlo en un intento de volver a ser una con él, uno él con ella, respirando el mismo aire y exhalando el mismo único aliento.
Una vez dado a luz a su pequeño, ¿qué podían hacer aquellos brazos sino tenerlo lo más cerca posible, junto a su puro corazón de madre que no querría separarse nunca de su hijo?
Es natural que luego, infante más crecido, se le soltara de ellos para ir a jugar con los amigos, o, ya un poco más tarde, sintiera ese pudor adolescente a la hora de expresar sus sentimientos – la adolescencia es agua ensimismada que discurre indecisa antes de regresar a sus orígenes, al primitivo seno -.
Pero los brazos de la madre están abiertos siempre, esperan siempre, están para aguardar, no tienen prisa y sí mucha paciencia, preparando la vuelta de los suyos. Que una madre lo es siempre para todos sus hijos, en todas las edades, situaciones, suertes, estados de ánimo. Y sus brazos se alargan, llegan a todas partes, a las más distanciadas lejanías, los rincones más íntimos. El amor de una madre nunca da un paso atrás ni dará nunca a nadie por perdido.
Con el Niño en sus brazos. También junto a la cruz, ya no tan niño, ya un hombre hecho y derecho, vejado, maltratado, deshecho, ejecutado de la manera más vil y más injusta, delante de sus ojos.
A los pies de la cruz, con el mismo cariño que en la cuna, transida ahora de un dolor y un luto intransitable, respirando por Él, junto a su pecho exánime, difunto. Sus brazos son sudario, lienzo amable que acaricia las llagas, las torturas del hijo y de todas las víctimas de los odios, violencias e injusticias de los grandes poderes que gobiernan, o más bien desgobiernan nuestro mundo.
¡Cómo entiende María ahora la cruz que da sentido a todo sinsentido, que enaltece lo humilde y ultrajado, libera lo oprimido, redime y humaniza lo deshumanizado! ¡Cómo entiende el amor que brota de ella como un río perenne, que fecunda llanuras desoladas, corazones sombríos, almas vapuleadas por rigores extremos! La cruz hecha de amor es una gloria que dinamita el desamor, el odio.
No le pesa. A una madre no le pesa jamás, ni estando muerto, el cuerpo de su hijo. Sus brazos lo sostienen y sostienen el drama secular del universo. Que en Él ha muerto el mundo. ¡Cuánta muerte, cuánta desolación, cuánta tristeza sujetan esos brazos! Pero ¡cuánta esperanza también, cuánta promesa de volverse a encontrar resucitados!
Jesús se nos fue al Padre, a prepararnos sitio. Hasta ahora María podía tocarlo y abrazarlo. Sin Él en esta tierra, ¿qué hará ahora?, ¿a quién van a abrazar ahora sus brazos?
Le quedan los discípulos, huérfanos como ella. Ellos la necesitan y ella los necesita, que ella ahora es su madre y ellos ahora sus hijos. Y con ellos, nosotros. Que el Espíritu ha hecho que seamos sus hijos en el Hijo.
¡Con qué amor nos abraza! Como a Él, a nosotros. De todas las edades, condiciones, lenguas, razas. En sus brazos de madre estamos todos. A todos nos regala su ternura, su calidez de hogar sin acepciones, su comprensión extrema. ¡Cómo entiende la originalidad de cada hijo!
¡Qué ventura volver a estar con ella, nuestra primera patria, con su hijo Jesús, que es nuestro hermano primero, el primogénito! ¡Qué hermosura sentir de nuevo el aura de su pecho de madre, compartir su latido con su Hijo, salir con Él en busca de los que andan sin protección alguna, vapuleados por la sociedad o por la vida, desdeñados por todos!
¿No es un lujo saber que hay unos brazos así que nos esperan siempre para acogernos, siempre para animarnos, siempre para ponernos a la altura de sus ojos maternos?
Vicente Robredo