Hace unas semanas, en el encuentro nacional que hubo sobre el Primer Anuncio, del que hemos hablado en diversas ocasiones, coincidimos varios sacerdotes en un mismo grupo, en el que se proponía que nos comunicáramos cómo había llegado a nosotros la realidad de la fe, o en qué momento había llegado a prender de un modo más significativo, hasta el punto de entender que exigía de nuestra parte una respuesta. Los que compartíamos ese ejercicio de presentación coincidíamos en el mismo origen: un sacerdote concreto había sido la clave para abrirnos a la fe de una forma más personal y había hecho que nos planteáramos imitar su estilo de vida. No era la primera vez que oía esta coincidencia hablando entre sacerdotes. Se volvía a constatar que detrás de una vocación sacerdotal aparecía la figura de otro sacerdote, que la sugería. Quizá otros pudieran decir lo mismo en sus respectivas dedicaciones.
La mediación, como modo de transmisión de una sugerencia de Dios, forma parte de su pedagogía. Él, que no nos necesita para llevar a cabo sus planes, sin embargo, ha querido implicarnos en ellos para nuestro bien. Es la dinámica de la Encarnación repetida de otra manera, lo cual nos compromete mucho a todos los creyentes en Cristo. La fe, siendo un don, se expande normalmente en función de nuestra forma de vivirla, como ocurre con la vocación sacerdotal, que, si no es bien mostrada o desgraciadamente oscurecida por estilos de vida antievangélicos, genera un rechazo que va más allá de la figura sacerdotal, arremetiendo contra el mismo Dios. Afortunadamente, como hemos visto, los buenos ejemplos de sacerdotes entregados de lleno a su misión son muchos, y, por tanto, un medio de dirigirse a Dios de forma confiada y agradecida.
¿Qué imagen de sacerdote tenemos? ¿Cuántos conocemos que corroboran ese concepto que se ha ido grabando en nosotros? ¿Qué modelo de sacerdote quisiéramos encontrarnos? ¿Qué esperaríamos de él? ¿Cuál es mi relación con ellos? Y si resulta que alguien de nuestro entorno se lo está planteando, ¿rezamos por ello? ¿Seríamos nosotros capaces de sugerírselo a alguien? Sería bueno poder responder a estas cuestiones o a otras que podríamos plantearnos, personalmente o en grupo, y ver a dónde nos llevan. Una ocasión para plantear estos interrogantes en nuestras comunidades cristianas podría ser con motivo del Día del Seminario, que celebraremos, Dm, el próximo 19 de marzo o el domingo más cercano a esta jornada, Solemnidad de San José, el que supo cuidar de Jesús desde sus primeros instantes de vida entre nosotros e introducirlo en la sociedad de aquel entonces.
El lema escogido para la jornada de este año es: “Padre, envíanos pastores”, lo que expresa de forma inmediata la primacía de Dios ante la llamada a la vida sacerdotal, como a otras vocaciones dentro de la Iglesia. Aparece la súplica, el mejor antídoto frente a nuestra autosuficiencia, que deja al descubierto nuestra limitación, nuestra incapacidad para contagiar el camino de Jesús, si no es porque él lo siembra en los corazones, a veces, como hemos indicado, a través de otros seguidores suyos. Nos está diciendo la necesidad de pedirlo, de rezarlo, correspondiendo a su mandato: “Rogad al dueño de la mies, que envíe trabajadores a su mies”. Bien sabe el Señor lo que necesitamos, pero quiere educarnos a través de esta relación confiada que es la oración dirigida al Padre, a quien Jesús nos enseñó a rezar, así, en plural, porque somos sus hijos, hermanos todos en Él.
Y pedimos pastores. El término pastor habla de una dimensión integral del hombre, que engloba sus distintos ámbitos, no un aspecto concreto por muy sobresaliente que sea, ya se trate de su dimensión intelectual, humana, espiritual, comunitaria, etc. Que sepa, por tanto, “apacentar” sus ovejas, como le pedirá a Pedro tras la triple rehabilitación, prueba de su amor. Que el Señor nos lo conceda. Ayudadnos, miembros todos de nuestro querido pueblo cristiano, en nuestra oración confiada al Padre, para que nos asista, también, a través de ministros sagrados, según su corazón.