El pasado 25 de marzo celebramos en La Redonda la “Jornada por la vida”, propuesta por la Conferencia Episcopal Española con el lema “acoger, y cuidar la vida don de Dios”. A nadie se le escapa la singularidad de este día, pues celebremos la Encarnación del Señor, el signo de identidad más característico de nuestra fe, que conducirá nueve meses después a su Natividad, recordada cada 25 de diciembre. El Autor de la vida, el que es la Vida misma, ha venido a participar de nuestra existencia temporal, para que cada uno de nosotros pueda gozar de aquella Vida eterna a la que somos llamados.
Este salir de sí de Dios hacia nosotros no está motivado por una necesidad, como si fuera un Dios incompleto que careciera de algo, sino que se trata de un “éxodo de amor” por cada uno, porque sabe de nuestra necesidad, la que suspira por la plenitud que está inserta en nuestro ser de criaturas.
La vida, por tanto, es sagrada, y no puede ser tratada de cualquier manera, como desgraciadamente comprobamos en muchas ocasiones: en el drama de la guerra, en la violencia ejercida de mil maneras, en el aborto, la eutanasia, los migrantes, y en un lamentable etc. que clama al cielo.
La inviolable dignidad de la vida humana nos habla de su origen y destino divinos, por lo que ha de ser respetada en todo momento, sean las que sean las circunstancias en las que se encuentre, tanto en su estadio de desarrollo cronológico como en las características físicas o psíquicas que caractericen cualquier momento vital concreto.
Si la Encarnación es el comienzo de la historia del Dios revestido de humanidad, la Semana Santa, que nos disponemos a celebrar, es el sello final de su compromiso salvador. Si la Vida eterna entró en nuestro mundo fue para llevarnos a través de este mundo de vuelta a la Vida eterna, culminación del proyecto creador de Dios. Si este plan resulta sobrecogedor, lo más asombroso es que podemos particularizar este éxodo y entrega del Dios humanado en cada persona. Y entonces surge la pregunta: ¿cuál es el precio de mi vida? ¿Cuánto valgo? El precio de cada vida humana es la vida de Dios. Valemos la vida de Dios y esto le da el sentido más profundo de la existencia de cada persona, independientemente de cómo se encuentre. La forma de mirarnos a nosotros mismos se transforma con esta perspectiva, y la mirada que podemos tener de los demás, también.
Seguro que no descubro nada nuevo, pero quisiera contribuir con esta clave de interpretación de nuestra identidad, a vivir la Semana Santa de un modo muy personal. Las escenas que nos brindan los “pasos” de las distintas cofradías y hermandades, son un recordatorio de la tradición de la Iglesia que la piedad popular no deja de gritar por las calles: es por ti, es por mí, por quien tiene lugar esta escena, ya estemos cerca de ella o creamos que no va con nosotros. Vales mi entrega, nos insiste el Señor. No te mires disminuyéndote, ni mires con desprecio a los demás, porque todos valéis mi sangre, entregada por amor.
Que podamos vivir la Semana Santa con la alegría de sabernos mirados así, con la esperanza de llegar a la Pascua con una mirada resucitada que hace nuevas todas las cosas.