EL CUENTO DE LA FLOR

Queridos lectores de Pueblo de Dios, termina este curso y con él la publicación de esta revista quincenal que pretende acercar la vida de la Diócesis a todos sus feligreses y a los que quieren informarse de las distintas propuestas que nuestra Iglesia Particular ha realizado a lo largo de este tiempo. Volveremos, Dios mediante, tras el verano, con el deseo de seguir animando la realidad eclesial en la que todos estamos implicados.

Como el que repasa un álbum de fotos y contempla las escenas que han tenido lugar, os recordamos que está al alcance de todos el paseo por la página web de la diócesis (www.iglesiaenlarioja.org), en la que quedan recogidos muchos de los momentos que hemos vivido, incluidos los números de esta revista, lo que puede ser una buena actividad veraniega que nos haga más conscientes de nuestra vinculación eclesial y nos sugiera nuestra participación en el ámbito que más nos ayude a crecer en la fe.

Cuando acabamos de valorar el curso, en un encuentro con representantes de los distintas áreas de la Diócesis, y hemos perfilado las líneas del próximo plan pastoral y la agenda correspondiente, os invitamos desde ya a participar en la peregrinación diocesana al Monasterio de Valvanera, el 7 de septiembre, donde pondremos a los pies de la Virgen la propuesta del curso que viene y la presentaremos a todos.

Y si ayuda, como reflexión final antes de cerrar este último número, un cuento. Como todos los cuentos tienen mensajes que cada uno puede imaginar. Que “el cuento de la flor” nos sugiera la mejor opción:

“Había una vez una flor que llamaba la atención en medio de aquel jardín entre las casas del barrio. Los que pasaban a su lado se alegraban de contemplarla. Se notaba por los gestos que hacían y por las palabras que le dedicaban. Transcurrir por aquel lugar suponía que grandes y pequeños comentaran algo de aquella flor, con un encanto tan particular, que a todos les decía algo. Cuántas fotos se hacían con ella. Había quienes incluso venían de otras zonas para verla por lo que habían oído contar. Y no quedaban defraudados. Era un elemento característico de aquel lugar, que, sin ser particularmente atractivo, lo hacía especial.

La flor lo sabía, pero no le daba importancia. Reflejaba sus colores con la luz del sol regalando imágenes variadísimas y se mecía con gracia empujada por viento sin miedo a desprenderse porque estaba bien agarrada a la tierra. Lo tenía todo. Le gustaba ser flor. Pero un día, una de aquellas personas que se congratulaban con conocer este sencillo espectáculo pensó en lo bueno que sería tener la flor sólo para sí y, aunque sabía que era tan querida por todos, decidió cortarla y llevársela para gozar de su presencia sin tener que venir hasta este lugar.

Y así lo hizo. La cortó en un momento de obscuridad, y se la llevó a su casa. La puso en un jarroncito esbelto de vidrio, encima de la chimenea, y vio lo bien que quedaba. Sin embargo, la flor ya no tenía posibilidad de mecerse con el viento, ni brillar con el sol, ni alimentarse de la tierra; y como el tiempo hace de las suyas, la gracia de entonces fue desapareciendo hasta que se marchitó. Y aquella persona, antes admiradora de la flor, al verla así, sin vida, reconoció su mala decisión. Y desde entonces se dedicó a cultivar el jardín del que cortó aquella hermosa flor, e hizo que nacieron otras, y no se cansaba de decir a los que paseaban por aquel lugar, que no cortaran las flores, que si eran así y las disfrutaban era porque estaban plantadas allí, para alegría de todos”.

Feliz verano. ¡Nos vemos, Dm, el 7 de septiembre en Valvanera!

 

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