Las lecturas que escuchamos en las eucaristías dominicales no necesariamente están directamente conectadas entre sí, ya que pueden aludir a temáticas diferentes, aunque como hemos indicado en algún momento toda Palabra de Dios está íntimamente conexionada. En los tiempos fuertes del Año Litúrgico es más fácil comprobar esta relación mientras que en el Tiempo Ordinario no es tan frecuente.
El domingo VI que acabamos de celebrar presenta uno de esos casos donde cabe establecer un nexo entre las lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento. Se trata de la confianza, anclada, como es lógico según el contexto del que hablamos, en un comentario de fe: “dichoso el que ha puesto su confianza en el Señor”.
El salmista que proclama esta afirmación identifica la alegría, la dicha, con la confianza puesta en Dios. Es su experiencia que, al expresarla, nos interroga sobre el estado de nuestra confianza en el Señor, o, dicho de otro modo, en el fondo, en qué o en quienes tenemos puesta la confianza, y si de esta relación se sigue la alegría.
Conviene detenernos en esta verdad existencial, puesto que podemos fácilmente darnos cuenta de todos los actos de confianza meramente humanos que hacemos cada día, al levantarnos, subir al autobús, tomar un café, cruzar la calle, etc. Entendemos, en principio, que nada malo va a ocurrir al realizar todas esas acciones, y, por tanto, no nos generan ningún tipo de ansiedad al afrontarlas, ya que damos por hecho que transcurrirán con toda normalidad. No necesitamos comprobarlo todo, analizarlo todo, estar en constante prevención, porque esperamos que otras instancias hayan hecho su trabajo, lo que nos permite comportarnos con tranquilidad ante la cotidianidad de lo menudo. De hecho, las personas que tienen que desconfiar por profesión, para evitar que en la aparente normalidad se introduzca un peligro, son los que más estrés padecen, como ocurre con los encargados de la seguridad de las personas, por ejemplo.
En el fondo lo que más personaliza es la confianza y lo que más desajusta el equilibrio es la sospecha continua. No hablamos aquí de ingenuidad, por una parte, ni de paranoia, por otra, expresiones de la inmadurez o desequilibrio, sino del reconocimiento de la orientación del ser humano, creado para confiar. Esta es la tesis de fondo que queremos sostener. Estamos diseñados para la confianza, base de la fe sobrenatural que nos plenifica, capaces de vencer toda tentación contra su origen: “bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre”.
La clave de interpretación del rechazo es reconocer la causa que lo provoca, si es por nuestro mal hacer, en cuyo caso la responsabilidad es nuestra, o en nombre de Otro, por adhesión a la fe, que entonces es recompensada según Dios.
Quien ha descubierto este tesoro, puede relacionarse con todo, con las demás criaturas y con las cosas, de una forma más adecuada, poniendo cada ser en su lugar, evitando los “ayes” que lamenta el evangelio, fruto del desajuste de nuestro deseo que puede equivocarse en su satisfacción. Este es el “árbol plantado junto al agua”, que no deja “de dar fruto”.
Las recientes celebraciones que hemos tenido en nuestra Iglesia, el día del enfermo, el congreso de las vocaciones, y la semana del matrimonio, quedan iluminadas por la dicha de la confianza en el Señor.